AQUÍ Y AHORA


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Con Ricardo Gullón.
Desde aquel lejano Santander hasta el final


por MANUEL ARCE

Evocación de la figura de Ricardo Gullón en la memoria de Manuel Arce, desde sus años juveniles hasta la actualidad, ahora que se cumple el centenario de su nacimiento.


Detrás, de izda. a dcha.: Ricardo Doménech, Víctor García de la Concha, Ricardo Gullón y Manuel Arce. Delante, id.: Julio Neira y Darío Villanueva. En la casa de Manuel Arce, en Santander, 25-09-1983.

A veces me preguntan por el Santander literario de los años 40 y 50. El Santander de la posguerra, de la cartilla de racionamiento, del incendio y de la época de la reconstrucción… Por el Santander de quienes se inventaron lo de la Escuela de Altamira, y también el Santander donde se publicaban revistas como Proel y La Isla de los Ratones. En una palabra: por el lejano Santander de los tiempos de Ricardo Gullón, que es como decir por el de nuestra juventud. No es necesario entrar ahora en el análisis de lo que fueron o significaron como producto intelectual todas aquellas actividades culturales. Lo que sí quiero afirmar es que, si la memoria –como asegura Américo Castro– sirve para “inmortalizamos hacia atrás”, aquellos tiempos de Proel y de La Isla de los Ratones son también un pasado que mi recuerdo custodia como el regalo que nos fue hecho por la amistad y la poesía.
Las imágenes que mi memoria guarda de Ricardo Gullón se remontan al otoño del año 45. La tarde de un domingo. En esta época los poetas de Proel hacían tertulia en “La Mundial”, una cervecería situada en los barracones construidos, después del incendio del 41, sobre la calzada de la calle Somorrostro. Entre el Banco de España y el edificio de Correos. En esta tertulia fue donde conocí a Ricardo Gullón (“Le Pére Gullón”, como le llamábamos cariñosamente; nunca supe si llegó a enterarse). Los habituales contertulios eran entonces
Enrique Sordo, José Hierro, Julio Maruri (quien me llevó a la tertulia), Carlos Salomón, Pity Cantalapiedra, Marcelo Arroita-Jáuregui, Leopoldo Rodríguez Alcalde y Guillermo Ortiz. Desde ese día, cada domingo por la tarde, la tertulia de “La Mundial” fue cita obligada para mí. Estaba contento de tener nuevos amigos y de que la dinámica de sus gustos y de sus hábitos también condicionara mi nueva manera de perder el tiempo. Era joven y, como es natural, estaba íntimamente convencido de que la juventud no era otra cosa que una especie de condena transitoria -inevitable y cruel- que sólo servía como argumento de nostalgia y recreo de las personas mayores. Había que esperar a ser mayor para liberarse de tal condena. Recuerdo que cuando leí por primera vez ese magistral endecasílabo de Quevedo que dice: “Tu edad se pasará mientras lo dudas”, ni siquiera sospeché que con el tiempo, además de su poética belleza, tal verso también sería la expresión de una irreversible y tremenda realidad. Un despiste de juventud.
Sin embargo, ser el más joven del grupo tenía sus ventajas: te perdonaban los despistes. La diferencia de edad con la mayor parte de los contertulios no era excesiva. Aunque en el caso de Gullón resultaba muy notoria. Yo tenía entonces 17 años y Ricardo Gullón -un señor mayor que usaba sombrero gris de ala baja, a lo Humphrey Bogart, y ejercía de fiscal de la Audiencia– ¬contaba ya con 37; estaba casado y era padre de dos hijas.
La autoridad intelectual de Gullón era indiscutible. El fiscal, aparte de hablarnos de Faulkner (leíamos entonces Santuario verdaderamente alucinados) y descubrirnos a los novelistas ingleses contemporáneos, ejercía sobre todos nosotros, con su actitud moral y cívica, en una época tan difícil, tan intolerante, y tan llena de heridas recientes, un positivo magisterio. Ricardo Gullón era ¬–lo fue hasta su muerte- un republicano ejemplar. Un ser humano tolerante y comprensivo. Un auténtico demócrata.
Recuerdo que por esta época -febrero del 47–, Gullón escribía un ensayo sobre la poesía de Jorge Guillén. Yo no era nada guilleniano en aquellas fechas. Y Ricardo Gullón, llevado por su activo proselitismo a favor del poeta de “¡Oh, luna, cuánto abril/, qué vano y dulce el aire!”, me fue dejando, capitulo a capítulo, sus escritos sobre el autor de Cántico. Para mí supuso una revelación descubrir lo “bien hecho que estaba el mundo” de Guillén. Mis conceptos estéticos, entonces en plena formación, se enriquecieron sustancialmente. Deslumbrado por tan súbito descubrimiento, le pedí a Ricardo Gullón que me dejara Cántico -se trataba de un libro prohibido por la Censura- y lo copié. Hice una edición mecanográfica de dos ejemplares. José Hierro me advertía: “Manolín, ten cuidado. Ricardo es muy persuasivo. No caigas en sus garras estéticas”. A Pepe Hierro le gustaba muy poco mi repentino entusiasmo por el virtuosismo de Guillén. Me lo reprochaba a todas horas. Hasta el extremo de que -le había regalado unas corbatas el día de su santo-, cuando una semana después de su onomástica apareció su primer libro, Tierra sin nosotros, me obsequió con un ejemplar cuya dedicatoria decía: “A Manolín Arce, precoz enamorado, regalador de corbatas (preciosas) y envenenado de guillenismo, por obra y gracia del fiscal. Con una abrazo, Pepe. Santander, 23-3-47”.
La verdad es que la poesía de Guillén me llegó a gustar hasta el punto de saber de memoria muchos de sus poemas. Más de una vez le había recitado a Teresa -mi novia de 15 años- los versos de “El distraído”. Ese largo poema que empieza exclamando: “¡Qué bien llueve por el río!”… sin que por ello me dejara plantado.
Años más tarde, por alguna razón que desconozco, Gullón contaba: “Había yo escrito un modesto estudio sobre la poesía de Jorge Guillén y mi fervor guilleniano me impulsaba al proselitismo. Manolo Arce fue uno de los conversos; otros siguieron, pero hubo una excepción importante, la de Pepe Hierro, alérgico al virtuosismo e irreductible ante los primores de la gracia, condensación y rigor, que resistió sin flaquear un momento mis tentativas de persuadirle”. Cito estas palabras escritas por Ricardo Gullón, porque eran reflejo de las tendencias estéticas que nos preocupaban y sobre las cuales manteníamos ardorosos y polémicos debates: ¿La poesía deshumanizada? ¿O la poesía “fieramente humana” y llena de contenido social?
Al año de conocemos, Ricardo Gullón quiso que le dejara algunos de mis poemas. Con gran sorpresa para mí, eligió nueve canciones y tres sonetos. Dijo que los sonetos se los iba a mandar a Victoriano Crémer, a León, para que los publicara en la revista Espadaña. Y que las canciones se las entregaría a Pedro Gómez Cantolla para la revista Proel. Así que, apadrinado por Ricardo Gullón, mi bautismo poético se efectuó sobre las páginas de Espadaña en 1948. Mi única colaboración en Proel -las nueve canciones- fue en el número Primavera y Estío de 1947 aparecido a finales de 48, impreso en un papel de tan ínfima calidad, y tan lleno de erratas, que sólo llegó a manos de quienes colaborábamos en sus páginas. La edición tuvo que destruirse.
El primer número de La Isla de los Ratones apareció en mayo del 48 y el último en 1955. Ricardo Gullón sólo colaboró una vez -en el número 18- con un breve estudio sobre la pintura de Benjamín Palencia. La revista dejó de publicarse, pero las colecciones de La Isla de los Ratones (iniciadas en 1949 con Las cosas como son de de Gabriel Celaya), continuaron editándose durante treinta y siete años. Como no podía ser menos, Ricardo Gullón propició como asesor la aparición de diversos títulos por él recomendados. Y también fueron publicadas algunas de sus obras. En 1961 apareció en la Colección “Narración y Ensayo” su libro Balance del surrealismo. Un libro que reúne estudios sobre Baudelaire, Rimbaud, Lautreamont, Apollinaire y Antonin Artaud. En 1967 se publicaron Las secretas galerías de Antonio Machado, y finalmente, en 1986, La Isla publica el libro de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, titulado Poemas y cartas de Amor, que lleva un extraordinario estudio preliminar de Ricardo Gullón.
Debo decir que fue para mí un honor, como miembro del Jurado del Premio de las Letras Príncipe de Asturias de 1989, presentar al mismo la candidatura de Ricardo Gullón. Y que obtuve, como recompensa, la enorme emoción de redactar las breves líneas que resumían la motivación de Premio, con estas palabras: “El Jurado decide conceder el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1989 a don Ricardo Gullón, quien a lo largo de toda una vida apasionadamente dedicada al estudio de nuestras letras, ha logrado que su trabajo investigador trascendiera del ámbito propio de la crítica para convertirse, desvelador del misterio de la creación artística del hombre, en una personalísima y auténtica creación literaria, a través de la cual ha sabido dar a conocer en numerosas Universidades de los Estados Unidos la moderna Literatura español. Oviedo, 14 de abril de 1989”.
En esta ocasión me acompañaron, como miembros del Jurado, Gonzalo Torrente Ballester (Presidente), Luis María Anson, Carlos Bousoño, Carmen Conde, Miguel GarcÍa Posada, Carmen Martín Gaite, Soledad Puértolas, Antonio Vilanova y Emilio Alarcos Llorach (Secretario)
Durante los meses que estuve de Concejal en el Ayuntamiento de Santander solicité, y fue aprobado, el nombramiento de Hijo Adoptivo de la Ciudad para Ricardo Gullón (había vivido dieciséis años en ella). El 21 de noviembre de 1990, en el solemne acto presidido por el Alcalde don Manuel Huerta, Ricardo Gullón, al final de sus emocionadas palabras de agradecimiento hizo alusión a la muerte: “El tiempo pasa. Cincuenta años después y aquí estoy, ligeramente más viejo que entonces, pero ciertamente más cerca de la salida. Pero no temo esa salida, porque la vida que Dios me ha dado la he vivido en plenitud”.
También le hicieron miembro de la Real Academia Española. Recuerdo que aquel 12 de febrero de 1991, cuando en el Tanatorio madrileño de la M-30 velábamos los restos de Ricardo Gullón, pensaba en aquel verso de Quevedo, "Tu edad se pasará mientras lo dudas", que además de bello, quería advertimos de la efímera realidad de un tiempo que sólo conduce a la muerte.


Ser escritora y dama en el norte

por REBECA LE RUMEUR

Concha Espina fue una mujer singular. Lo hubiera sido en cualquier tiempo, pero más lo fue en el suyo, donde divorciarse, volar en aeroplano o escribir eran tareas exclusivas de varones. Ser escritora y dama en el Santander de comienzos del XX fue el reto que Concha Espina asumió, y logró llevarlo a cabo con el tesón que aún respira en su legado literario.
Si Virgina Woolf hubiera nacido en Santander tal vez hubiera llevado el nombre de Concha Espina. A fin de cuentas, no es tan frecuente que una mujer nacida en 1869 dedique su vida a escribir. Por aquella época Santander se parecía a esa ciudad que muestran las viejas postales en blanco y negro. Menéndez Pelayo daba un sorbo al café cuando Pérez Galdós sacaba el reloj de su pequeño bolsillo del chaleco, Pereda mojaba la pluma en la tinta para seguir escribiendo sobre su mesa recia y montañesa. La ciudad era un crucigrama de calles por nacer donde los escritores que luego les darían nombre paseaban tranquilamente sin saber que pronto, sus piernas se convertirían en estatuas.
Concha Espina es la representación norteña de la vocación literaria. La vocación literaria es una luz interior que se enciende. Normalmente sus destellos afectan a individuos con cierta sensibilidad. Esa luz produce un efecto en la persona que siente infinitos deseos de escribir. El gran enemigo de la vocación está muchas veces cerca del individuo (o es él mismo). Casi siempre deseamos para nuestros seres queridos una vida segura, por eso cuando alguien que ha sentido nacer esa vocación en su interior se atreve a decir tímidamente: “quisiera ser escritor”, desata un huracán de comentarios ajenos y soplidos responsables que casi siempre logra apagar el pequeño fulgor. Además, en el camino de la escritura hay dos problemas fundamentales: el aprendizaje y la constancia. Muchos buenos escritores perecen en el proceso de instrucción porque no asumen el duro golpe a su vanidad. Otros se pierden entre el ajetreo bullicioso de los días. Concha Espina salvó todos estos obstáculos. Su formación se limita a la educación que recibían las “señoritas bien” de Santander, asistió a un colegio de monjas francesas pero su pasión literaria se debe al sabio vicio de la lectura. Sus referentes literarios son los maestros del siglo XIX, entre sus favoritos están Chateaubriand, Victor Hugo, Zola, Balzac y Dostoievski. Sus primeras poesías aparecieron en 1904 en un periódico de Santander, El Atlántico. Tras leer sus poemas, Marcelino Menéndez Pelayo advirtió cierto talento y recomendó a la futura escritora que probara con el género narrativo. En 1909 publica su primera novela: La niña de Luzmela. Es una narración primeriza. Se trata de un cuento romántico, casi infantil, similar a La Cenicienta, en el que encontramos una historia de amor con personajes maniqueístas, sin apenas profundización psicológica, con una prosa exaltada, poética y febril. Sin embargo, a pesar de la ingenuidad, es una obra magnética. La estructura está bien construida, el salto de un capítulo a otro está hecho con la suficiente habilidad para que el lector se adhiera fácilmente a la intriga. “Los defectos, excesos rumbos y relumbres de la indiana” como escribió Gerardo Diego, se deben a una pluma apasionada, que palpita junto con el lector a medida que se desarrolla la historia. Es una escritora del rapto novelesco. En cierto sentido, la escritura de Concha Espina podría ser comparable a una mujer que, a punto de dormirse en la cotidianidad de su vida, escucha música en la lejanía. Abre el balcón y la noche cerrada de estrellas delata un baile cercano. Intrépida y atrevida, la mujer salta del balcón y se presenta en el baile descalza y con el camisón de seda. Debido a su inoportunidad, prontitud y pasión muy pocos caballeros de chaqué son capaces de admirar la belleza que hay en esa imperfección estilística. Porque bajo esos pies descalzos y ese cuerpo semidesnudo está la verdad del baile. La mujer que se deja llevar por la música sin tener en cuenta el castrante corsé de la formalidad.
Sin embargo, en el trayecto literario de Concha Espina hay una gran evolución. La escritora afianza sus conocimientos y fija sus ambiciones. De una novela tierna y romántica como La niña de Luzmela pasamos a La esfinge maragata o La rosa de los vientos, obras cumbre de su literatura. Como sus maestros del realismo, Concha Espina hace una gran labor de documentación. Se dice que cuando llegó a las minas de Riotinto para escribir El metal de los muertos, no encontró más hospedaje que la habitación trasera de un casino donde la noche anterior había muerto un acróbata del circo chino.
El paisaje montañés que aparece en la obra de la escritora es fascinante. El universo íntimo de la casa prevalece sobre toda su creación. La casona grande y oscura, cuna de largos linajes asoma con el peso de su lentitud y frialdad pero se convierte en un lugar vivo y cálido con los dramas de los personajes. La ficción consigue dar ligereza y espontaneidad a espacios sobrios y estáticos. La reescritura de Cantabria es uno de los grandes logros de Concha Espina. La escritora convirtió su pueblo en ficción y como resultado se produjo un acto casi mágico: el pueblo de Mazcuerras quiso cambiar su nombre por el de Luzmela, en honor a la escritora. Pocos iniciados saben que transformar la realidad en ficción, (y viceversa) siembre ha sido un complicado ejercicio de alquimia.
Dicen que fue la primera mujer en volar. Al parecer había un intrépido aviador en Santander, Juan Pombo Ybarra, que tenía un aeroplano. El 11 de septiembre de 1916, Concha le acompañó a la Albericia y juntos sobrevolaron el cielo de la región. Es difícil saber si fue la primera mujer en subir a un avión pero de lo que podemos estar casi seguros es que fue la primera en escribir una poesía durante el vuelo.
En un poema autobiográfico titulado “Yo”, Concha dice que cuando era joven siempre había esperado la llegada de un gran amor. Nada más casarse se fue a Chile donde nacieron dos de sus hijos. Su matrimonio fracasó y fue una de las primeras mujeres de la época en separarse. Después de su estancia en Chile, regresó a Santander y se encontró con una ciudad provinciana que ponía en tela de juicio su vida. Tras publicar La niña de Luzmela trasladó su residencia a Madrid. Allí crió a sus hijos y escribió la mayoría de sus obras. Todos los miércoles convocaba en su casa de la calle Goya una tertulia donde iban personajes célebres de la época. En verano regresaba con sus hijos a Cantabria. Veraneaba en Comillas desde donde iba frecuentemente a Mazcuerras. El camino entre los dos pueblos lo hacía en un carro tirado por caballos.
Ganó el Premio de la Real Academia con La esfinge maragata y con En tierras de Aquilón, el Premio Nacional de Literatura con El altar mayor, fue tres veces candidata para el Premio Nobel y en una ocasión lo perdió por un solo voto. Recibió la medalla de la orden de las Damas Nobles de María Luisa. En 1927 fue nombrada hija predilecta de Santander. Ese año se inauguró la fuente que hoy contemplamos en los jardines de Pereda, en Santander; al acto asistieron los reyes, Alfonso y Victoria Eugenia. No sé si es realidad o ficción pero alguien me contó que Concha Espina había introducido una carta secreta dentro de la fuente para que se leyera un siglo más tarde.
Al igual que Borges, Concha Espina se quedó ciega los últimos años de su vida. No quiso renunciar a escribir, por eso elaboró un sistema de plantillas para continuar con su labor literaria. Siempre es extraño constatar las hermosas contradicciones que nos ofrece la vida: una escritora que da a luz a una obra extensa, que llama a su pueblo Luz-mela, termina sus días en la oscuridad de la ceguera. Sin embargo, el resultado de su vida ha iluminado como El Faro de Virgina Woolf el paisaje literario de Cantabria.

Margarita Xirgu:
Al exilio desde Santander

por JESÚS CABEZÓN

Los lazos de Margarita Xirgu con Santander son evidentes por su especial vinculación con Galdós y su obra, pero también por partir, precisamente desde el puerto santanderino, en un viaje que habría de llevarla, sin ella saberlo, al exilio.
El 18 de junio de 1933, en el Teatro Romano de Mérida, Margarita Xirgu (Molins de Rey, 1888 – Montevideo, 1969) interpretaba, junto con Enrique Borrás, la Medea de Lucio Anneo Séneca, en la versión que escribió para esa ocasión Unamuno, con dirección de Cipriano Rivas Cheriff y escenografía de Sigfrido Burman. Al estreno asistieron Manuel Azaña, presidente de la República y Fernando de los Ríos, ministro de Estado.
“Margarita Xirgu ha convertido Medea en un ser vivo que se apodera de nosotros en cuerpo y alma”, dijo Unamuno. Fue el comienzo del Festival de Teatro Clásico de Mérida, que ha cumplido este año su 75 aniversario. La fusión de las compañías de Margarita Xirgu y de Enrique Borrás se acordó en el verano de 1919 en Santander, donde se encontraba la actriz haciendo una de sus habituales giras de verano.
En el repertorio de “la Xirgu” figuraron estrenos de obras de Alberti (El adefesio, Fermín Galán), de Casona (La sirena varada, La dama del alba), de Valle Inclán (Divinas palabras, El yermo de las almas), de Oscar Wilde (Salomé), de Bernard Shaw (Santa Juana), y obras también de Galdós, Benavente, Ángel Guimerá, Pirandello, Ibsen, Santiago Rusiñol, Marquina, Lorca...
En el verano de 1914, en su finca del Sardinero en Santander, don Benito Pérez Galdós le ofrece a la actriz el estreno de su obra Santa Juana de Castilla, en la que estaba trabajando y que se estrenó finalmente el 8 de mayo de 1918 en el Teatro de la Princesa en Madrid. Se conservan testimonios fotográficos de aquel encuentro en la finca San Quintín en Santander. Galdós, que apenas salía de casa, asistió al teatro todos los días que la obra se representó en Madrid. De la admiración entre ambos surgió la amistad entre el escritor y la actriz, que siempre visitaba a don Benito cuando llegaba a Madrid.
La relación de Margarita Xirgu con el texto Marianela de Galdós comienza en la primavera de 1916, cuando los hermanos Álvarez Quintero comentan a la actriz que tienen concluida la adaptación a los escenarios de la novela galdosiana. En su momento Galdós había logrado que Valle Inclán se interesara en el proyecto de adaptar Marianela al teatro, pero pasado el tiempo Valle renuncia al proyecto y es entonces cuando Galdós encarga la adaptación a los hermanos Álvarez Quintero. “Fue don Benito en Santander –muy cerca, por cierto, de los lugares en que se desenvuelve la acción de Marianela– quien le brindó la obra a Margarita Xirgu, la actriz de la emoción”, declararon en ABC los autores sevillanos.
En carta del 7 de septiembre de 1916 Margarita le escribe a Galdós: “Estoy contentísima de poder estrenar su Marianela; crea usted que me proporciona una de las alegrías más grandes de mi vida”. Galdós, que había escrito la novela en 1878, asistió a un ensayo general de la adaptación en octubre de 1916. Aquella tarde sería inolvidable para don Benito, que tenía entonces 74 años, estaba casi ciego y su salud era bastante precaria. Al terminar el ensayo abrazó a la actriz y la dijo que había hecho una Marianela mejor que la que él había inventado. El escritor también asistió a su estreno en el Teatro de la Princesa en Madrid el 18 de octubre de 1916 y se desplazó a Barcelona cuando la compañía de Margarita Xirgu reapareció en el teatro Novedades con la misma versión. Igualmente con la presencia del autor de la novela, aquella versión teatral se representó en el teatro del Casino de Santander los días 22, 26 y 27 de agosto de 1917 y en Torrelavega el 6 de septiembre de ese mismo año. De Galdós estrenaría también la Xirgu El abuelo en el Teatro Español de Madrid en 1932.
En 1921 entró a formar parte de la compañía de Margarita Xirgu el actor Pío Fernández Murieras, hasta entonces tramoyista en el Teatro Pereda de Santander. Dijo de ella que era “genial actriz, buena y generosísima”. Fue despedido de la compañía y en 1924 comenzó su carrera de recitador y activista cultural.
La Xirgu, junto con Rivas Cheriff, modernizó la escena española en sus montajes de los clásicos del siglo de oro, eliminando el exceso de elementos realistas. Apoyó a los nuevos autores españoles y se adaptó al melodrama, a la tragedia y a la comedia. De Federico García Lorca, a quien conoció un año antes, estrenó en 1927, en plena Dictadura de Primo de Rivera, Mariana Pineda, con decorados de Dalí; en 1930 La zapatera prodigiosa; en 1934 Yerma; en 1935 llevó a los escenarios Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores; y reestrenó, también en 1935, Bodas de sangre, con escenografía de José Caballero. En 1945, nueve años después de ser escrita, ya muerto Lorca, estrenó La casa de Bernarda Alba en el teatro Avenida de Buenos Aires, cuando recibió el manuscrito de la obra de la familia del autor.
El 30 de enero de 1936, Margarita Xirgu y Federico García Lorca se separan. Unos días antes Margarita puso en escena en el Teatro Arriaga de Bilbao La dama boba y juntos habían participado en un recital poético en la sociedad El Sitio de Bilbao en homenaje a Jorge Manrique, conservándose la última fotografía que se hicieron los dos aquel día. “En Santander -comentaría después Margarita Xirgu- hicimos La dama boba y Yerma. Pero Federico no asistió a aquellas representaciones. No quiso acercarse al mar por el que habíamos de alejarnos y se despidió de mí en Bilbao, repitiéndome una vez más que en abril iría a reunirse conmigo”. Habían quedado en encontrarse más tarde en México. El poeta sale hacia Madrid y Margarita desde Santander inicia un viaje hacia Cuba con su compañía en el buque alemán “Orinoco”, para realizar una gira de seis meses por diferentes países de América Latina. Allí la sorprendió la Guerra civil española y lo que inicialmente era una gira se convirtió en un exilio hasta su muerte. Vivió en Chile, Argentina y Uruguay, donde residió sus últimos veintidós años.
Además de dirigir y protagonizar la puesta en escena de los clásicos españoles Rojas Zorrilla, Tirso de Molina, Cervantes, Lope de Vega, Fernando de Rojas y de los autores que había estrenado en España, incorpora a su repertorio obras de Shakespeare, Giraudoux, Moliere, Goldoni… Cuando se entera de la tragedia del asesinato del poeta en Granada dice: “No he podido creer en su muerte. Me aferro a la ilusión de que Federico vive porque vive en mi esperanza… Federico, continuaremos juntos…”. Xirgu colaboró con Guillermo de Torre cuando la editorial Losada quiso publicar la obra completa de Lorca, localizando copias de las obras que conservaban intérpretes que habían formado parte de sus compañías teatrales. Las primeras Obras Completas de Lorca se publicarán en 1939.
En 1940 Margarita conoce en Chile su procesamiento por el Tribunal de Responsabilidades Políticas del gobierno del General Franco, quien le confiscó sus bienes y la condenó al exilio a perpetuidad. En 1949 quiso volver a España, pero un grupo de falangistas, con el rencor de González Ruano a la cabeza, frustraron ese regreso, acusando a la Xirgu de forma insidiosa por su forma de hacer teatro, por los autores que escogía y por un pasado que vincularon a autores acusados de marxistas, entre ellos García Lorca.
En 1945 estrenó en Buenos Aires El malentendido de Albert Camus en versión de Aurora Bernárdez y Guillermo de Torre. Tres días después, el gobierno del General Perón prohibió que continuaran las representaciones. “Mi gratitud por la Xirgu -escribió Camus- no conoce límites y no sólo porque sea la primera actriz que me ha tendido la mano… ha dado lo primero de Lorca, de Alberti… y se ha atrevido a representar a Séneca”.
En 1950 fue nombrada directora de la Escuela de Arte Dramático de Montevideo y directora de la Comedia Nacional de Uruguay. Enrique Diosdado, Amelia de la Torre, Walter Vidarte y Alberto Closas se formaron con ella.
No tuvo un compromiso político concreto aunque sí un apasionado compromiso democrático, vital y teatral y se mantuvo fiel a sus amigos: Lorca, Alberti, Rivas Cheriff, Azaña… En 1988 la Generalitat de Cataluña repatrió sus restos que descansan en su pueblo natal, Molins de Rey.

2.866

por JAVIER FERNÁNDEZ RUBIO

Una historia para ser rescatada del olvido: la de Matilde Zapata, víctima de los coletazos de la Guerra Civil, de cuya muerte se cumplen ya setenta años.
La noche que medió del 26 al 27 de agosto de 1937 fue más noche que nunca. Cuentan los que lo vivieron que la ciudad de Santander adquirió el aire hipnótico del sonambulismo. Copada por las tropas italianas, los habitantes aguardaban su entrada -después de que miles de personas huyeran horas antes por mar- con el aliento contenido por el miedo, el alborozo o la simple incertidumbre. Vae Victis! ¡Ay de los vencidos!
El paisaje de una ciudad en guerra y en el que se había declarado el “sálvese quien pueda” era desolador. Por las calles podía encontrarse de todo, abandonado o destruido en la huida. Había tiradas por las calzadas pistolas y armas largas y nadie pensaba ya en resistir. El alma de una ciudad derrotada en donde los derrotados insomnes vagaban ebrios por sus calles, entregados a desesperados y últimos goces, figuras sacadas de una tragedia griega esperando el cuchillo del degüello o como héroes shakesperianos la aparición del sol para enfrentarse a su destino.
En aquellos tiempos trágicos e inmisericordes se forjó y perdió la apuesta Matilde Zapata, una mujer olvidada y a la que algún día se tendrá que hacer justicia. Horas antes de que cayera la noche, Matilde intentó huir en barco pero fue interceptada como tantos otros por el buque Almirante Cervera. Presa, volvió a Santander para vivir sus últimas semanas de vida, antes de perderla frente a la pared de un camposanto, fusilada.
José Ramón Sainz Viadero, bajo el patrocinio de la Asociación de la Prensa de Cantabria, dio a la imprenta un libro ejemplar que recoge la semblanza biográfica y los mejores artículos de una mujer que hizo del periodismo su forma de intentar mejorar las condiciones de la clase trabajadora, de la mujer y de la infancia en tiempos de cólera. Se titula Las páginas femeninas de Matilde Zapata.
La aparición de la mujer en la escena política, social y pública en general experimentó un importante salto adelante en los años 30. Fueron los años del voto femenino y de la emancipación de la conciencia femenina, que tuvo en mujeres como Consuelo Berges, Matilde de la Torre y Matilde Zapata ejemplos inasequibles al desaliento y muy combativos. En frente, todas ellas no tuvieron solo la tradición secular de una España políticamente hecha trizas, con una Iglesia que ejercía su magisterio más allá del púlpito, sino también una España en donde las clases sociales, los partidos y los grupos antisistema se unían en lo que único en donde nunca tuvieron problemas para entenderse: el machismo.
Es en este contexto, de combate social, político y de conciencias, en que Matilde Zapata intervino con una acción hondamente ética y un punto suicida. Nacida de padres andaluces y extremeños, su progenitor fue conserje de la Escuela de Náutica. Desde joven, junto a su querencia por las cosas de la mar, desarrolló inquietudes culturales, que le condujeron al periodismo y al que fuera su marido, el malogrado Luciano Malumbres, muerto por un pistolero falangista en la calle Martillo de Santander.
El periodismo fue para Zapata una forma de lucha. Vinculada su vida al periódico vespertino La Región, que dirigía Malumbres, han llegado hasta hoy su entrevistas y sus columnas incendiarias en donde, ora defendía su credo de izquierdas, ora zahería el atavismo que mantenía bajo la bota a la mujer. Ejerció seis años el periodismo en la época convulsa del paritorio republicano y no vio más luz al final del túnel que la que le conducía al pelotón de fusilamiento.
Conferenciante en el Ateneo Popular, en donde introdujo a la otra Matilde, De la Torre, diputada por Oviedo, Zapata inició su carrera política en Juventudes Socialistas, de las que fue vicepresidenta y creadora del Grupo Infantil Socialista, en donde se encuadraría un jovencísimo, adolescente más bien, Eulalio Ferrer. Éste cuenta muy bien las dotes oratorias, su estilo también oratorio de escribir y el carácter de Matilde Zapata, quien siempre rechazó el uso de la violencia como arma política, que era, a la sazón, algo tan extraño como ser multado por exceso de velocidad en las 500 millas de Indianápolis.
Entrevistó a Hildegart Rodríguez, Victoria Kent, Matilde de la Torre, una Consuelo Berges que firmaba con el nombre de la dacha de Tolstoi, Iasnaia Polaina, y a otras muchas figuras del feminismo militante, del que ella formaba parte como una más.
Junto a su esposo, vivió las agresiones callejeras a éste, las amenazas de muerte y la violencia sectaria. El hombre que mató a Luciano fue perseguido por la calle y asesinado por jóvenes socialistas. En esta vorágine de violencia asistió a la viudez y a las críticas al ser designada auxiliar bibliotecaria municipal. Nada de lo que hiciese era indiferente.
Con la enervación de la situación política dio el salto del PSOE al PCE. Era ya la guerra civil, en la que participó desde su tribuna periodística y que le granjearía finalmente la condena a muerte en juicio sumarísimo.
Huida a Asturias del cerco en barco, como quedó dicho, en el vapor Chita más concretamente, acabó en un calabozo de la Prisión Provincial, tras el apresamiento por el Almirante Cervera. Aquí empezó a fraguarse la aureola de leyenda que aún la envuelve en algunos círculos. Parece seguro que fue torturada en Santander y pronunció su alegato final frente al consejo sumarísimo ante el que compareció en el instituto Santa Clara. Fue condenada a muerte sin cometer delito alguno. Ese fue el colofón del sumario que llevaba su nombre, el 2.866. Por ser periodista fue fusilada en el cementerio de Ciriego el 28 de mayo de 1938. Después de su muerte, aún fue multada con 20.000 pesetas.
La historia de Matilde Zapata no concluye aquí, sino que se ramifica. Su hermano Antonio fue el español que más tiempo pasó en las cárceles de Franco. 26 años preso. El sobrino político de Matilde, yerno de Antonio Zapata, fue Veridiano Rojo, quien también conoció la cárcel y fue, ya con la democracia, muchos años presidente de la Asociación de Vecinos de Cueto.

El columnismo en Cantabria

por ENRIQUE ÁLVAREZ

Reflexiones de Enrique Álvarez, novelista leonés afincado en Santander, sobre los articulistas de los medios de prensa de Cantabria.

Apenas podrá dudarse de que Cantabria cuenta en la actualidad con su buena nómina de escritores. Hay poetas, numerosos poetas, y me abstengo de mencionar a nadie por razones bien obvias. Hay también narradores (Luis Alberto Salcines sólo conoce a uno, pero es seguro que cualquier observador algo atento podría citar a más de cinco, por referirme únicamente a los que publican sin autoengaño). Y hay escritores de teatro (yo, que no estoy especializado, conozco al menos a dos de gran calidad), sin que tampoco faltan los ensayistas, aunque este género es más complejo y muy difícilmente acotable.
Pero aún nos quedan los columnistas, los que escriben de forma habitual en los periódicos, no como redactores o reporteros sino como articulistas literarios. ¿Por qué nadie se ocupa nunca de ellos? Acaso sea útil que, ya que no lo hacen los estudiosos ni los antólogos, algún opinador como yo publique una pequeña glosa sobre el particular.
Me parecen muy notables las columnas, creo que diarias, que Juan G. Bedoya publica desde hace no mucho tiempo en nuestra región. Es una lástima que se limite a cuestiones de actualidad política, porque su prosa es tajante y certera, aún con los excesos de subjetivismo y con su punto de grosería intelectual (no tan palpable, empero, como en sus artículos sobre religión de El País).
Mayor mérito tienen, aunque también menos lectores, los muy largos artículos de Fernando Merodio, que hace del derrotismo político y de la melancolía filosófica una pieza literaria semanal de gran envergadura intelectual y literaria.
De igual longitud y mérito son los de Juan Carlos Zubieta Irún, polo opuesto al anterior, en cambio, por el contenido: siempre asuntos de urbanidad y ética, tratados con rigor y objetividad de sociólogo, si bien con una prosa que está pidiendo a gritos un poco más de concisión.
De brillantes hay que calificar muchas de las columnas que desde Lamasón envía puntualmente a la capital Alberto Gatón Lasheras, que no teme a jardines ni a camisas de once varas, y en las que sólo peca a menudo por cierto afán didáctico y exhibicionismo culturalista.
Tal exhibicionismo es la manía incurable de J. A. Pérez del Valle, que también envía artículos desde la provincia, teñidos últimamente de una suave melancolía existencial y de un espíritu contemplativo de buena ley.
El arte de hablar de uno mismo en la columna periódica sin parecer narcisista lo domina muy bien Mario Crespo López, un articulista de veras comprometido con la causa de la Cultura y, a la vez, comedido y oportuno en cualquier circunstancia, y que se expresa en una prosa extraordinariamente correcta.
Pero, ya en este terreno de lo cultural, la palma se la lleva Ana Rodríguez de la Robla, si bien, más que palma o pluma, lo suyo es bisturí, por lo acerado, incisivo y nada provinciano de sus críticas, de escritura perspicua, aunque no exenta, sino todo lo contrario, de densa erudición, y a la que los años otorgarán el punto de serenidad y benevolencia que aún le falta.
Buena prosa hay también en los artículos, serenos e ilustrados, de Manuel Ángel Castañeda, aunque los de materia política me parecen en exceso afectados por la obsesión de la equidistancia. Razón por la que, en dicho campo, prefiero los de Javier Doménech, a quien sin embargo le ocurre una desgracia muy común a los buenos escritores y opinadores que no son columnistas: que cuando los temas se agotan, uno empieza a decir siempre lo mismo y el lector acaba por enfriarse. Y es que, en literatura, hasta la misma verdad llega a aburrir.
Aunque en franjas muy lejanas del espectro ideológico, Alejandro Sánchez Calvo y José Luis Sánchez de Movellán, deben ser citados como dos articulistas rotundos pero realmente equilibrados y enjundiosos. Ambos mejorarían, no obstante, si lograran limitar su número de caracteres, como mejorarían los del psiquiatra y escritor Rafael Díaz Manrique si, por el contrario, los prodigara más.
Y no conviene terminar este artículo sin un reconocimiento a la novedad que El Mundo Hoy en Cantabria ha traído al columnismo cántabro, en especial con su sección “Al este del oeste”, donde han empezado a brillar con luz nueva escritores como Díez Manrique, González Fuentes, Alberto Santamaría (cuando no le ofusca su maniqueísmo político), Vicente Gutiérrez Escudero (excelentes sus pequeñas colaboraciones) o Gonzalo Calcedo, que ha demostrado, para sorpresa de propios y extraños, que es algo más que un fecundo e inspiradísimo cultivador del cuento a la americana.
Sé que me dejo en la mesa los nombres de otros columnistas cántabros actuales merecedores de nota, pero esto artículo sólo pretende ser una primera calicata. Ello dirá.

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